Sobre la mesa, una bandeja de quesos de cabra es la mejor carta de presentación del proyecto en el que hace cinco años se embarcaron el israelí Itamar Sela y la colombiana Ana María Gutiérrez. Cada uno de los exquisitos quesos servidos los han preparado con leche de las cabras que pastan en la finca que, poco a poco, pretenden convertir en un modelo de autosostenibilidad, donde todos los ciclos empiecen y terminen sin hacer daño a la naturaleza. Un paseo por la finca que abarca cerca de 45 fanegadas, entre los municipios de Tabio y Tenjo en Cundinamarca, deja la impresión de un extraño viaje al futuro que nos espera si de verdad queremos aprender a vivir en armonía con el medio ambiente. A un lado de la vieja casa colonial, herencia de la familia de Ana María, está el invernadero donde crecen por un lado las plantas que luego van a la huerta y en otro rincón las que sirven a Itamar, especializado en diseño de jardines en el Jardín Botánico de Nueva York, para cumplir con los requerimientos de sus clientes. Hay plantas aromáticas, tomates, todo lo que no puede faltar en una huerta. Itamar señala un mesón y explica que todas las plantas que usa para los jardines que diseña en Bogotá y otras ciudades son plantas que consumen poca agua, plantas que ha traído de desiertos en Israel, Villa de Leyva y que conoció en La Guajira. Es la manera de hacer coherente su trabajo con el cuidado del medio ambiente. Muy cerca del invernadero construyeron una piscina de cemento que sirve para preparar el compostaje. Todos los desechos orgánicos que producen, así como el estiércol de las cabras se depositan allí. Meses más tarde se convierten en el abono que le devuelve a la tierra su fertilidad. No muy lejos, en un cuarto relativamente oscuro se observan cerca de 20 canastas repletas de una masa negra, húmeda. Es otra de las técnicas para sacar provecho de los desechos. Lombrices californianas trabajan sin descanso para convertir todos esos desperdicios en rico abono. “Producir menos basura, reciclar lo que más puedas, ese es el elemento central de este estilo de vida”, explica Ana María. Lo llaman “permacultura”, que no es otra cosa que el diseño de hábitats humanos sostenibles mediante el seguimiento de los patrones de la naturaleza. Un movimiento que comenzó a gestarse a mediados de la década de los años 70 por dos ecologistas de Australia, Bill Mollison y David Holmgren. En aquella época los dos hombres, preocupados por el auge de métodos agroindustriales destructivos, comenzaron a experimentar con otras técnicas menos dañinas. Sus ideales de respeto a la naturaleza pronto se expandieron por el mundo y el movimiento de la “permacultura” cosechó miles de seguidores. Itamar y Ana María se consideran herederos de esa filosofía. El tema por ahora no le hace mucha gracia a la familia de campesinos que vive en la finca y les ayuda con las labores del campo. Ana María nota la sonrisa incrédula cuando les explica que todo el estiércol de las vacas lo deben recoger y depositar en una pequeña piscina de la que sale un tubo que desemboca en el biodigestor y que de allí saldrá el gas metano con el que podrán cocinar en la estufa. “La gente está muy acostumbrada a hacer las cosas de una manera y todo esto les parece un poco loco”, dice Ana María, pero no duda de que terminará por convencerlos, como ella e Itamar se convencieron de que esto era posible luego de visitar granjas y ecoaldeas en un viaje que duró cerca de seis meses por Suramérica. En Brasil y Argentina aprendieron algunas de las técnicas que ahora aplican en su finca. Bioarquitectura Al fondo de la finca se ve una extraña construcción circular, blanca y con figuras estrelladas en sus muros. Hace unas semanas los visitó el alemán Andreas Froese, inventor y promotor de una técnica de ecoarquitectura conocida como Eco-tec, en la que se utilizan materiales desechables como botellas plásticas y escombros. La idea de la pareja es que la finca se convierta en una escuela para que niños, jóvenes y adultos aprendan esta y otras formas de ser amigables con el medio ambiente. “Cada vez viene más gente a pedir que les demos cursos. Han pasado cosas muy bonitas, hemos conocido gente muy chévere”, dice Ana María, así que el tiempo lo deben repartir entre los cultivos de la huerta, que este año los arrasó el verano, el cuidado de los animales, la preparación de la comida, pero también en diseñar y mantener actualizada la página web para las personas interesadas en contactarlos y preparar talleres y conferencias. Su formación como arquitecta y diseñadora le ha facilitado el aprendizaje de las técnicas de construcción. Ahora mismo está interesada en aprender a construir con “superadobe”. A largo plazo tienen planeado construir una vivienda completamente ecológica y dejar la casa que heredaron de sus abuelos. Una casa de techos verdes, que es una tendencia que comienza a tomar fuerza, con horno solar, baños secos en los que desechos humanos se depositan durante un año y luego pueden transformarse en abono. La cabeza de ambos bulle de ideas y proyectos. Quieren que mujeres de la zona se hagan cargo de la confección de ropa a partir de lana de ovejas. Quieren poner en marcha un proyecto para limpiar el río Chicú que bordea la finca y los habitantes del sector lo han convertido en una alcantarilla. Quieren reforestar la finca, que como muchas otras fue usada para la ganadería por décadas, con especies nativas de la sabana de Bogotá, con sauco y sauces. Quieren garantizar que sus cultivos sean 100% orgánicos. Quieren abrir una pequeña tienda de quesos a la entrada de la finca. Quieren que centenas de bogotanos los visiten, aprendan a hacerse autosostenibles y repliquen el modelo por todo el país. El entusiasmo con que los dos hablan de sus proyectos, el saber que renunciaron a las oportunidades que les ofrecía una ciudad como Nueva York para venir a vivir a Tabio, la dedicación con que se aplican a aprender todo lo necesario para ser autosostenibles no deja dudas de que en poco tiempo todo estará marchando como lo han planeado.
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