Para Michael Baigent, Richard Leigh, Henry Lincoln, creadores e investigadores detrás del Enigma Sagrado, El Legado Mesiánico y Masones y Templarios, hay dos maneras de abordar la lectura de un libro, sea cual sea su tema y la opinión objetiva que merezca al lector. Una consiste en recoger la información que el libro facilita y guardarla en la memoria para cuando pueda hacer falta. La otra es un constante encuentro de las ideas aportadas por el libro con las preocupaciones inmediatas del lector.
Yo me quedo con la segunda y agregaría el compartir y difundir esta información, por esto a continuación les dejo un capitulo del legado Mesiánico.
Considero que las ideas que aportan en este libro trascienden las épocas mostrando la necesidad imperante del ser humano por buscar un Mesías y aprovechándose de esto mismo, las formas de manipulación como movimientos, revoluciones y todos los deísmos sociales que pretenden imponer al ser humano los caminos indiscutibles de su salvación.
EL LEGADO MESIÁNICO
Por Michael Baigent, Richard Leigh, Henry Lincoln
Reseña por Margarita Clavijo para Zeitgeist Colombia
Confianza y poder
"Tenemos una necesidad instintiva de confiar, tanto individual como colectivamente, una necesidad de confiar a alguien o a algo ciertos aspectos de nuestra propia naturaleza más interiorizada. En la esfera más íntimamente personal procuramos depositar nuestra confianza en la familia, los amigos, el cónyuge o pareja sexual, el psicoanalista, el capellán, el padre confesor o la echadora de cartas. Pero la necesidad de confianza afecta también a esferas más impersonales: a instituciones ante las que somos responsables o que influyen de algún modo en nuestra vida. Compañías, ejércitos, gobiernos, estructuras educativas y religiosas, todas ellas son repositorios de confianza. Y el director de una compañía, el comandante militar, el jefe de estado, el educador y el líder religioso deben ser capaces de dar cabida a la confianza, no de un solo individuo, ni siquiera de unos cuantos, sino de muchos.
Lo que somos proclives a olvidar es que depositar confianza no es un proceso pasivo. Tendemos, sin pensar en ello, a hablar de «un acto de confianza» y esto, precisamente, es lo que entraña depositar confianza: un acto. Depositar confianza es un proceso activo y no pasivo. Una de las partes da activamente algo que la otra recibe.Existe una correlación ineludible, intrínseca, entre la confianza y el poder. Es como si la confianza, en el proceso mismo de darse, experimentara el equivalente de un cambio químico.En consecuencia, lo que empieza como confianza al salir del donante se transforma en poder en manos del receptor. Si confías activamente en un individuo, le das un grado de poder sobre ti mismo. Si veinte personas depositan su confianza en el mismo individuo, el poder de éste aumenta proporcionalmente.
La búsqueda contemporánea de sentido supone buscar a alguien o algo que merezca recibir el espectro más amplio de confianza: la búsqueda, dicho de otro modo, de un principio religioso.
En la medida en que la religión organizada o institucionalizada no proporciona sentido, tampoco inspira confianza; y en la medida en que no inspira confianza, se vuelve cada vez más impotente. Esta es la situación actual de la religión organizada. En consecuencia, el grado de confianza que recibe ha disminuido, y son los médicos, los psiquiatras, los políticos y otros varios repositorios de confianza quienes reclaman pedazos cada vez mayores del pastel.
Existen varios mecanismos que utilizan los individuos o las instituciones para ganarse la confianza de sus seguidores, una de esas técnicas es el empleo calculado de la intimidación y el miedo. Consiste en proponer un adversario generalizado: Satanás, por ejemplo, o el anticristo, el comunismo, el fascismo. Luego se procura que ese adversario parezca cada vez más omnipresente, cada vez más monstruoso en sus proporciones, cada vez más amenazador para todas las cosas que nos son queridas: la familia, la calidad de la vida, la patria. Una vez se ha generado suficiente pánico, lo único que queda por hacer es ofrecerse uno mismo, o bien ofrecer la institución a la que uno mismo pertenezca, como baluarte, muralla, refugio, puerto seguro.
Las llamadas «lecciones de la historia» ya deberían habernos enseñado a ver la falsedad de semejantes ardides. Y, pese a ello, basta echar una mirada superficial al mundo de hoy para ver que todavía conservan su eficacia. Vivimos en un mundo de etiquetas y consignas, la mayoría de las cuales denotan o bien un supuesto y terrible adversario o un supuesto bastión que nos salvará de él.
Al mismo tiempo, hay estratagemas más sutiles. Los políticos, por ejemplo, suelen hacer llamamientos a la razón o al sentido común, o a lo que suele pasar por tales. Además, como todo el mundo sabe, no escatiman en promesas. Estas promesas van dirigidas de modo concreto a las expectativas y las necesidades de la gente y, frecuentemente, es poco o nada probable que se cumplan. Pero al hacerlas, se reconoce de manera implícita que existen tales expectativas y necesidades, con bastante frecuencia, este reconocimiento es suficiente en sí mismo. No hay necesidad de cumplir la promesa. De hecho, por regla general, se acepta la probabilidad de que no se cumpla, y nadie pedirá explicaciones quien la haga y no la cumpla. El reconocimiento de las necesidades y las expectativas que implícitamente representa la promesa se considera como una muestra suficiente de que hay buenas intenciones. Estamos desilusionados hasta tal punto que una simple muestra de buenas intenciones, no sólo nos apacigua, sino que nos proporciona un repositorio de confianza.
Es un tópico decir que la política moderna depende en gran parte de los medios de comunicación. Lo que esto significa en la práctica es que la política moderna depende de su capacidad para emplear el potencial publicitario de dichos medios.
Durante el último cuarto de siglo, se ha hecho cada vez más evidente que la adquisición de confianza depende en gran parte de la promoción, de la publicidad y de las relaciones públicas.El juego político, los programas políticos y hasta las personas que hacen política se presentan igual que si fueran mercancías o productos.
Dicho de otra forma, hay que «venderlos». Y para venderlos se echa mano de todas las técnicas publicitarias, incluyendo muchas que sirven para la manipulación psicológica.
Colocar la política en el mismo nivel que la publicidad es fomentar un cinismo parecido ante ella. Puede que la gente vote por pereza, por curiosidad, empujada por el deseo de novedades. Pero el poder y el mandato que se adquieran de esta manera serán muy diferentes de los que se basen en la confianza.
Ritual y conciencia
Si el hombre posee un deseo innato de confiar, también tiene una propensión innata a dudar, a movilizar su inteligencia y sus facultades críticas al servicio del escepticismo. Es así como afirma su individualidad, la percepción de su propia singularidad. A lo largo de los siglos la religión ha procurado neutralizar la tendencia del hombre al escepticismo, para lo cual ha recurrido, por así decirlo, a anestesiar la inteligencia, a adormecerla e incluso a aturdirla hasta conseguir su sumisión.
Es posible que tu navegador no permita visualizar esta imagen. Con este propósito, es frecuente que se lance un ataque contra los sentidos. La luz, el color, el sonido, el perfume se emplean con una intensidad que usurpa efectivamente la conciencia de cualquier otra realidad. Cirios que parpadean, por ejemplo, un deslumbrante despliegue de colores, cánticos, repetición, efectos rítmicos, el humo del incienso, todo esto se usará, de forma muy deliberada, para crear una atmósfera general de «diferencia», una dimensión divorciada del mundo real, un clima de «encantamiento». Y la verdad es que algunas de estas técnicas funcionan muy sutilmente. La investigación ha demostrado, por ejemplo, que si el toque recurrente de un tambor se sincroniza con los latidos del corazón y luego se acelera, éstos lo seguirán.
Todo esto, huelga decirlo, es ritual. Su función estriba en crear un estado de ánimo que, en esencia, se parece al trance, o a una leve hipnosis.
Cuando su estado de ánimo es éste, la conciencia que el individuo tiene de sí mismo es hipnotizada hasta caer en la quietud. Entonces, es posible que la absorba algo más grande: la grey o la chusma, la idea, la atmósfera, los valores que se estén promulgando.
Colocar la política en el mismo nivel que la publicidad es fomentar un cinismo parecido ante ella. Puede que la gente vote por pereza, por curiosidad, empujada por el deseo de novedades. Pero el poder y el mandato que se adquieran de esta manera serán muy diferentes de los que se basen en la confianza.
Ritual y conciencia
Si el hombre posee un deseo innato de confiar, también tiene una propensión innata a dudar, a movilizar su inteligencia y sus facultades críticas al servicio del escepticismo. Es así como afirma su individualidad, la percepción de su propia singularidad. A lo largo de los siglos la religión ha procurado neutralizar la tendencia del hombre al escepticismo, para lo cual ha recurrido, por así decirlo, a anestesiar la inteligencia, a adormecerla e incluso a aturdirla hasta conseguir su sumisión.
Es posible que tu navegador no permita visualizar esta imagen. Con este propósito, es frecuente que se lance un ataque contra los sentidos. La luz, el color, el sonido, el perfume se emplean con una intensidad que usurpa efectivamente la conciencia de cualquier otra realidad. Cirios que parpadean, por ejemplo, un deslumbrante despliegue de colores, cánticos, repetición, efectos rítmicos, el humo del incienso, todo esto se usará, de forma muy deliberada, para crear una atmósfera general de «diferencia», una dimensión divorciada del mundo real, un clima de «encantamiento». Y la verdad es que algunas de estas técnicas funcionan muy sutilmente. La investigación ha demostrado, por ejemplo, que si el toque recurrente de un tambor se sincroniza con los latidos del corazón y luego se acelera, éstos lo seguirán.
Todo esto, huelga decirlo, es ritual. Su función estriba en crear un estado de ánimo que, en esencia, se parece al trance, o a una leve hipnosis.
Cuando su estado de ánimo es éste, la conciencia que el individuo tiene de sí mismo es hipnotizada hasta caer en la quietud. Entonces, es posible que la absorba algo más grande: la grey o la chusma, la idea, la atmósfera, los valores que se estén promulgando.
Muy a menudo, esta sensación de liberarse de uno mismo, de ser sumido por alguna otra entidad, conduce a una excitación tan intensa, que equivale al éxtasis. En su dinámica psicológica, cuando no necesariamente en su contenido, semejante éxtasis tiene mucho en común con lo que se denomina la «experiencia religiosa» o la «experiencia mística».
El estado anímico resultante podría calificarse de estado de «porosidad», pues hace que se asimilen datos y se provoquen respuestas emotivas sin que ni unos ni otros pasen por el filtro del aparato crítico de la inteligencia. La renuncia a este aparato crítico -el abandono o abdicación temporal de uno mismo que interviene en esa renuncia constituye un ejemplo especialmente elocuente del acto de confiar.
En culturas posteriores, los sacerdotes de todas las religiones trataban de provocar la misma alteración de la conciencia y continúan intentándolo hoy día. Lo mismo hacen algunos ideólogos y demagogos. Lo mismo hacen los militares. El valor de este estado de ánimo reside en que, debido a él, la mente se transforma temporalmente en una tabla rasa, una pizarra en blanco. Toda programación previa desaparece. Este nuevo programa puede constituir lo que suele llamarse una conversión religiosa. También puede constituir una variedad de lavado de cerebro.
El siguiente interrogante, por supuesto, lo presenta la naturaleza del «nuevo programa» que se inserta. Para los militares el «programa nuevo» consiste en un código de comportamiento, una serie de respuestas y reacciones reflejas, un número limitado de actitudes en una esfera rigurosamente circunscrita. Para el líder político o religioso el «programa nuevo» ha de ser mucho más exhaustivo. En algunos casos, incluirá una respuesta -más o menos viable, más o menos practicable a la necesidad de distraerse de tal necesidad.
ARQUETIPO Y MITO
Es posible que tu navegador no permita visualizar esta imagen.Hay otra técnica que vale la pena señalar y que, a lo largo de los siglos, se ha utilizado para obtener confianza y hacer frente -o fingir que se hace frente- a la necesidad de sentido. Esta técnica es tan antigua como el ritual, pero mucho más sutil. Por este motivo, ha tenido un valor especial, no sólo para las instituciones religiosas y políticas, sino también para organizaciones tales como la francmasonería, los diversos grupos «Rosacruces» y la Prieuré de Sion. Entraña el empleo de símbolos de una manera que, como diría Jung, podría calificarse de «activación y manipulación de arquetipos».
Según Jung, un «arquetipo » es cierta experiencia elemental, o pauta de experiencia, que es común a todo el género humano; una experiencia, o pauta de experiencia, que los hombres han compartido desde tiempo inmemorial. Definidos así, los arquetipos y las pautas arquetípicas son suficientemente conocidos. De hecho, hoy día tendemos a tomar la mayoría de ellos como cosa natural. Incluirían acontecimientos tales como el nacimiento, la pubertad, la iniciación sexual, la muerte, los traumas de la guerra, el ciclo de las estaciones, y también conceptos más abstractos: el miedo y el deseo, el anhelo de un «hogar espiritual» y, naturalmente, la búsqueda misma de sentido de la que hemos estado hablando.
Como estos arquetipos forman la base de las facetas más elementales y primitivas de la naturaleza humana, es frecuente que su significación escape a los recursos del lenguaje. El lenguaje es fruto de la inteligencia y de la racionalidad; los arquetipos y las pautas arquetípicas se extienden más allá de ambas cosas. En consecuencia, generalmente hallan su expresión más directa en los símbolos, porque un símbolo no se dirige exclusivamente a la inteligencia, sino que despierta resonancias en niveles más hondos de la psique: en lo que el psicólogo llama «el inconsciente». Por esta misma razón, los símbolos siempre han tenido una importancia primordial, no sólo para el sacerdote y el líder religioso, sino también para el artista, el poeta y el pintor, sobre todo cuando hacen las veces de sacerdote.
Los símbolos arquetípicos tienen un marco de referencia todavía más amplio. No pertenecen a un individuo concreto, sino al conjunto de la especie humana. El fénix, por ejemplo, con sus connotaciones de muerte y renacimiento, es un claro símbolo arquetípico. Lo mismo ocurre con el unicornio, asociado tradicionalmente con la pureza virginal y la iniciación mística. El paraíso de la tradición cristiana, la valhala de las antiguas tribus teutónicas, las Islas de los Benditos que aparecen en las leyendas celtas y los Campos Elisios de los griegos son símbolos de lo que es, en esencia, el mismo arquetipo, o el mismo anhelo arquetípico. También es frecuente que las pautas arquetípicas sean simbolizadas por figuras antropomórficas: el héroe, el hombre errante, la doncella perseguida, la mujer fatal, los amantes unidos en la muerte, los hermanos o gemelos enfrentados, el dios que muere y resucita, la anciana sabia, el eremita del bosque o el desierto, el tonto sagrado que ha sido tocado por Dios, el rey perdido o desposeído. Estas figuras encarnan principios de pertinencia universal, aplicables a todas las culturas y épocas.
Cuando los símbolos se organizan en una narrativa o argumento coherente, pueden transformarse en lo que se denomina un «mito». La palabra «mito» no debería utilizarse en el sentido, otrora en boga, de «ficción» o «fantasía». Al contrario, se refiere implícitamente a algo mucho más complejo y profundo. Los mitos no se inventaron con la única intención de entretener y divertir, sino para explicar cosas, para representar la realidad. Para los pueblos del mundo antiguo -los babilonios y los egipcios, los celtas y los teutones, los griegos y los romanos-, mito era sinónimo de religión y, como la Iglesia católica de la Edad Media, abarcaba lo que ahora clasificamos como ciencia, psicología, filosofía, historia, el espectro entero del conocimiento humano.
Basándose en esto, cabe definir el mito como cualquier intento sistemático de explicar o representar la realidad, ya sea pasada o presente. De acuerdo con esta definición, cualquier sistema de creencias -el cristianismo, el darwinismo, el marxismo, la psicología, la teoría atómica- puede clasificarse como mito, y la palabra no entraña ninguna denigración, ninguna disminución. Todos los sistemas de creencias nacen y evolucionan con el mismo propósito: elucidar «el orden de las cosas», econtrarle sentido al mundo.
La mitología clásica era la ciencia, la psicología y la filosofía de su tiempo, y somos unos ingenuos si creemos que la ciencia, la psicología y la filosofía de nuestros propios días no son también formas de mito y no serán consideradas como tales en algún momento del futuro.
La distancia, tanto en el tiempo como en el espacio, es, a menudo, un factor importantísimo del proceso mitificador. Todos, pues, mitificamos nuestro propio pasado: la infancia, los padres, las figuras que dieron forma a nuestra vida hace ya mucho tiempo. También tendemos a mitificar las cosas, los lugares y los individuos cuando nos vemos separados de ellos por la distancia geográfica, un distanciamiento forzoso o la muerte. Todo el mundo conoce la importancia que los amigos o seres queridos ausentes llegan a adquirir en la mente. A menudo, quedan reducidos a una simplicidad absoluta, las complejidades desaparecen y sólo recordamos ciertos rasgos prominentes que provocan una poderosa respuesta emotiva. A nivel colectivo, figuras tales como John F. Kennedy y Marilyn Monroe eran míticas incluso en vida. Luego, la muerte las transformó de manera radical y su categoría de mitos se hinchó, se intensificó.
La mayoría de los mitos colectivos tienen tanto un aspecto arquetípico como un aspecto puramente tribal. Cualquiera de los dos puede ponerse de relieve a expensas del otro, y el mito mismo se convierte entonces en arquetípico o tribal. Un mito arquetípico, como los símbolos arquetípicos englobados en él, refleja ciertas constantes universales de la experiencia humana. Cualquiera que sea su origen en un tiempo o lugar determinados, un mito arquetípico trascenderá tales factores y se referirá a algo que comparte el conjunto de la humanidad. La característica y la virtud singulares del mito arquetípico es que cabe utilizarlo para unir a las personas recalcando lo que tienen en común.
Los mitos tribales, en cambio, no recalcan lo que los hombres tienen en común, sino lo que les divide. Los mitos tribales no tienen que ver con los aspectos universales y compartidos de la experiencia humana. Al contrario, sirven para ensalzar y exaltar de forma concreta a una tribu, cultura, pueblo, nación o ideología, a costa, necesariamente, de otras tribus, culturas, pueblos, naciones e ideologías. En lugar de conducir hacia dentro, de obligarnos a enfrentarnos con nosotros mismos, a autorreconocemos, los mitos tribales apuntan hacia el exterior, hacia la glorificación y la elevación de nosotros mismos. Semejantes mitos reciben su ímpetu y su energía de la inseguridad, de la ceguera, de los prejuicios.
Como carecen de un núcleo interno, deben fabricarse un adversario externo contra el que luchar, un adversario cuya importancia hay que hinchar para que sostenga el peso y la carga de todo lo que se desee repudiar y proyectar a otra parte. Los mitos tribales reflejan una incertidumbre muy arraigada ante la identidad interior. Definen una identidad externa mediante el contraste y la negación. El blanco, de esta manera, pasa a ser identificado como todo lo que no es negro, y viceversa. Todo lo que es el enemigo no lo es uno. Todo lo que no es el enemigo lo es uno.
El estado anímico resultante podría calificarse de estado de «porosidad», pues hace que se asimilen datos y se provoquen respuestas emotivas sin que ni unos ni otros pasen por el filtro del aparato crítico de la inteligencia. La renuncia a este aparato crítico -el abandono o abdicación temporal de uno mismo que interviene en esa renuncia constituye un ejemplo especialmente elocuente del acto de confiar.
En culturas posteriores, los sacerdotes de todas las religiones trataban de provocar la misma alteración de la conciencia y continúan intentándolo hoy día. Lo mismo hacen algunos ideólogos y demagogos. Lo mismo hacen los militares. El valor de este estado de ánimo reside en que, debido a él, la mente se transforma temporalmente en una tabla rasa, una pizarra en blanco. Toda programación previa desaparece. Este nuevo programa puede constituir lo que suele llamarse una conversión religiosa. También puede constituir una variedad de lavado de cerebro.
El siguiente interrogante, por supuesto, lo presenta la naturaleza del «nuevo programa» que se inserta. Para los militares el «programa nuevo» consiste en un código de comportamiento, una serie de respuestas y reacciones reflejas, un número limitado de actitudes en una esfera rigurosamente circunscrita. Para el líder político o religioso el «programa nuevo» ha de ser mucho más exhaustivo. En algunos casos, incluirá una respuesta -más o menos viable, más o menos practicable a la necesidad de distraerse de tal necesidad.
ARQUETIPO Y MITO
Es posible que tu navegador no permita visualizar esta imagen.Hay otra técnica que vale la pena señalar y que, a lo largo de los siglos, se ha utilizado para obtener confianza y hacer frente -o fingir que se hace frente- a la necesidad de sentido. Esta técnica es tan antigua como el ritual, pero mucho más sutil. Por este motivo, ha tenido un valor especial, no sólo para las instituciones religiosas y políticas, sino también para organizaciones tales como la francmasonería, los diversos grupos «Rosacruces» y la Prieuré de Sion. Entraña el empleo de símbolos de una manera que, como diría Jung, podría calificarse de «activación y manipulación de arquetipos».
Según Jung, un «arquetipo » es cierta experiencia elemental, o pauta de experiencia, que es común a todo el género humano; una experiencia, o pauta de experiencia, que los hombres han compartido desde tiempo inmemorial. Definidos así, los arquetipos y las pautas arquetípicas son suficientemente conocidos. De hecho, hoy día tendemos a tomar la mayoría de ellos como cosa natural. Incluirían acontecimientos tales como el nacimiento, la pubertad, la iniciación sexual, la muerte, los traumas de la guerra, el ciclo de las estaciones, y también conceptos más abstractos: el miedo y el deseo, el anhelo de un «hogar espiritual» y, naturalmente, la búsqueda misma de sentido de la que hemos estado hablando.
Como estos arquetipos forman la base de las facetas más elementales y primitivas de la naturaleza humana, es frecuente que su significación escape a los recursos del lenguaje. El lenguaje es fruto de la inteligencia y de la racionalidad; los arquetipos y las pautas arquetípicas se extienden más allá de ambas cosas. En consecuencia, generalmente hallan su expresión más directa en los símbolos, porque un símbolo no se dirige exclusivamente a la inteligencia, sino que despierta resonancias en niveles más hondos de la psique: en lo que el psicólogo llama «el inconsciente». Por esta misma razón, los símbolos siempre han tenido una importancia primordial, no sólo para el sacerdote y el líder religioso, sino también para el artista, el poeta y el pintor, sobre todo cuando hacen las veces de sacerdote.
Los símbolos arquetípicos tienen un marco de referencia todavía más amplio. No pertenecen a un individuo concreto, sino al conjunto de la especie humana. El fénix, por ejemplo, con sus connotaciones de muerte y renacimiento, es un claro símbolo arquetípico. Lo mismo ocurre con el unicornio, asociado tradicionalmente con la pureza virginal y la iniciación mística. El paraíso de la tradición cristiana, la valhala de las antiguas tribus teutónicas, las Islas de los Benditos que aparecen en las leyendas celtas y los Campos Elisios de los griegos son símbolos de lo que es, en esencia, el mismo arquetipo, o el mismo anhelo arquetípico. También es frecuente que las pautas arquetípicas sean simbolizadas por figuras antropomórficas: el héroe, el hombre errante, la doncella perseguida, la mujer fatal, los amantes unidos en la muerte, los hermanos o gemelos enfrentados, el dios que muere y resucita, la anciana sabia, el eremita del bosque o el desierto, el tonto sagrado que ha sido tocado por Dios, el rey perdido o desposeído. Estas figuras encarnan principios de pertinencia universal, aplicables a todas las culturas y épocas.
Cuando los símbolos se organizan en una narrativa o argumento coherente, pueden transformarse en lo que se denomina un «mito». La palabra «mito» no debería utilizarse en el sentido, otrora en boga, de «ficción» o «fantasía». Al contrario, se refiere implícitamente a algo mucho más complejo y profundo. Los mitos no se inventaron con la única intención de entretener y divertir, sino para explicar cosas, para representar la realidad. Para los pueblos del mundo antiguo -los babilonios y los egipcios, los celtas y los teutones, los griegos y los romanos-, mito era sinónimo de religión y, como la Iglesia católica de la Edad Media, abarcaba lo que ahora clasificamos como ciencia, psicología, filosofía, historia, el espectro entero del conocimiento humano.
Basándose en esto, cabe definir el mito como cualquier intento sistemático de explicar o representar la realidad, ya sea pasada o presente. De acuerdo con esta definición, cualquier sistema de creencias -el cristianismo, el darwinismo, el marxismo, la psicología, la teoría atómica- puede clasificarse como mito, y la palabra no entraña ninguna denigración, ninguna disminución. Todos los sistemas de creencias nacen y evolucionan con el mismo propósito: elucidar «el orden de las cosas», econtrarle sentido al mundo.
La mitología clásica era la ciencia, la psicología y la filosofía de su tiempo, y somos unos ingenuos si creemos que la ciencia, la psicología y la filosofía de nuestros propios días no son también formas de mito y no serán consideradas como tales en algún momento del futuro.
La distancia, tanto en el tiempo como en el espacio, es, a menudo, un factor importantísimo del proceso mitificador. Todos, pues, mitificamos nuestro propio pasado: la infancia, los padres, las figuras que dieron forma a nuestra vida hace ya mucho tiempo. También tendemos a mitificar las cosas, los lugares y los individuos cuando nos vemos separados de ellos por la distancia geográfica, un distanciamiento forzoso o la muerte. Todo el mundo conoce la importancia que los amigos o seres queridos ausentes llegan a adquirir en la mente. A menudo, quedan reducidos a una simplicidad absoluta, las complejidades desaparecen y sólo recordamos ciertos rasgos prominentes que provocan una poderosa respuesta emotiva. A nivel colectivo, figuras tales como John F. Kennedy y Marilyn Monroe eran míticas incluso en vida. Luego, la muerte las transformó de manera radical y su categoría de mitos se hinchó, se intensificó.
La mayoría de los mitos colectivos tienen tanto un aspecto arquetípico como un aspecto puramente tribal. Cualquiera de los dos puede ponerse de relieve a expensas del otro, y el mito mismo se convierte entonces en arquetípico o tribal. Un mito arquetípico, como los símbolos arquetípicos englobados en él, refleja ciertas constantes universales de la experiencia humana. Cualquiera que sea su origen en un tiempo o lugar determinados, un mito arquetípico trascenderá tales factores y se referirá a algo que comparte el conjunto de la humanidad. La característica y la virtud singulares del mito arquetípico es que cabe utilizarlo para unir a las personas recalcando lo que tienen en común.
Los mitos tribales, en cambio, no recalcan lo que los hombres tienen en común, sino lo que les divide. Los mitos tribales no tienen que ver con los aspectos universales y compartidos de la experiencia humana. Al contrario, sirven para ensalzar y exaltar de forma concreta a una tribu, cultura, pueblo, nación o ideología, a costa, necesariamente, de otras tribus, culturas, pueblos, naciones e ideologías. En lugar de conducir hacia dentro, de obligarnos a enfrentarnos con nosotros mismos, a autorreconocemos, los mitos tribales apuntan hacia el exterior, hacia la glorificación y la elevación de nosotros mismos. Semejantes mitos reciben su ímpetu y su energía de la inseguridad, de la ceguera, de los prejuicios.
Como carecen de un núcleo interno, deben fabricarse un adversario externo contra el que luchar, un adversario cuya importancia hay que hinchar para que sostenga el peso y la carga de todo lo que se desee repudiar y proyectar a otra parte. Los mitos tribales reflejan una incertidumbre muy arraigada ante la identidad interior. Definen una identidad externa mediante el contraste y la negación. El blanco, de esta manera, pasa a ser identificado como todo lo que no es negro, y viceversa. Todo lo que es el enemigo no lo es uno. Todo lo que no es el enemigo lo es uno.
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