El título de la Feria Mundial de Nueva York de 1939 —que tanto me impresionó cuando la visité de niño procedente del oscuro Brooklyn— era «El mundo del mañana». El mero hecho de adoptar un tema como éste constituía una promesa de que habría un mundo del mañana, y una simple mirada fortuita afirmaba que sería mejor que el mundo de 1939. Aunque a mí el matiz me pasó totalmente inadvertido, mucha gente anhelaba una promesa tranquilizadora en vísperas de la guerra más brutal y calamitosa de la historia humana. Al menos supe que crecería en el futuro. El «mañana» limpio y lustroso que se retrataba en la Feria era atractivo y esperanzador. Y estaba claro que algo llamado ciencia era el medio para realizar este futuro.
Pero si las cosas hubieran evolucionado de manera un poco diferente, la Feria me habría podido dar muchísimo más ¿Se había producido una lucha feroz entre bastidores. La visión que prevaleció fue la del presidente de la Feria y portavoz principal, Grover Whalen, antiguo ejecutivo de empresa, jefe de la policía de la ciudad de Nueva York en una época de brutalidad policial sin precedentes e innovador de las relaciones públicas. Era él quien había pensado que los edificios de la exposición fueran principalmente comerciales, industriales, orientados a los productos de consumo, y quien había convencido a Stalin y Mussolini de que construyeran espléndidos pabellones nacionales. (Más tarde se quejó de haberse visto obligado a saludar con frecuencia al modo fascista.) El nivel de las exposiciones, como las describió un diseñador, correspondía a la mentalidad de un niño de doce años.
Sin embargo, según cuenta el historiador Peter Kuznick de la Universidad Americana, un grupo de científicos prominentes —entre los que se encontraban Harold Urey y Albert Einstein— defendía la presentación de la ciencia por sí sola, no como el camino hacia los objetos de consumo a la venta, con el fin de destacar el método de pensamiento y no sólo los productos de la ciencia. Estaban convencidos que la comprensión popular de la ciencia era el antídoto de la superstición y el fanatismo; que, como dijo el divulgador científico Watson Davis, «el camino científico es el camino de la democracia». Un científico incluso llegó a sugerir que, si se ampliaba la apreciación del público por los métodos de la ciencia, se podría conseguir «una conquista final de la estupidez»... un objetivo meritorio pero probablemente irrealizable.
Tal como sucedieron los hechos, las exposiciones de la Feria apenas exhibían ciencia real, a pesar de las protestas de los científicos y sus llamamientos a altos principios. Y, sin embargo, parte de lo poco que había me llamó profundamente la atención y contribuyó a transformar mi infancia. Pero el enfoque central seguía siendo el de empresa y de consumo, y no había esencialmente nada sobre la ciencia como manera de pensar, menos todavía como baluarte de una sociedad libre.
El Mundo y sus Demonios, p. 435 - 436.
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