mardi 21 septembre 2010

Opinión Pública

«El Estado tiene el derecho absoluto de supervisar la formación de la opinión pública», dijo Josef Goebbels, el ministro de propaganda nazi. En la novela de George Orwell 1984, el estado «Gran Hermano» emplea un ejército de burócratas cuyo trabajo es alterar los registros del pasado de acuerdo con los intereses de los que detentan el poder. 1984 no era una mera fantasía de compromiso político; se basaba en la Unión Soviética estalinista, donde se institucionalizó la reescritura de la historia.   


Poco después de que Stalin llegara al poder, empezaron a desaparecer las fotografías de su rival Liev Trotski, figura monumental en las revoluciones de 1905 y 1917. Ocuparon su lugar cuadros heroicos y totalmente antihistóricos de Stalin y Lenin dirigiendo juntos la Revolución bolchevique, mientras Trotski, el fundador del Ejército Rojo, no aparecía por ninguna parte. Esas imágenes se convirtieron en iconos del Estado. Se podían ver en todos los edificios de oficinas, en vallas publicitarias a veces de diez pisos de altura, en museos, en sellos de correos. 


Las nuevas generaciones crecieron creyendo que aquélla era su historia. Las generaciones anteriores empezaron a pensar que recordaban algo, una especie de síndrome de falsa memoria política. Los que conseguían acomodar sus recuerdos reales a lo que los líderes deseaban que creyeran, ejercitaban lo que Orwell describió como «doble moral». Los que no podían, los bolcheviques viejos que recordaban el papel periférico de Stalin en la Revolución y el central de Trotski, eran denunciados como traidores o pequeño-burgueses incorregibles, «trotskistas» o «trotsko-fascistas», encarcelados, torturados y, después de ser obligados a confesar su traición en público, ejecutados. Es posible -dado el control absoluto sobre los medios de comunicación y la policía- reescribir los recuerdos de cientos de millones de personas si hay una generación que lo asume. Casi siempre se hace para mejorar el control del poder que tienen los poderosos, o para servir al narcisismo, megalomanía o paranoia de los líderes nacionales. Obstaculiza la maquinaria de corrección de errores. Sirve para borrar de la memoria pública profundos errores políticos y garantizar de este modo su repetición eventual. 


En nuestra época, con la fabricación de imágenes fijas realistas, películas y videocintas tecnológicamente a nuestro alcance, con la televisión en todos los hogares y el pensamiento crítico en declive, parece posible reestructurar la memoria social sin que la policía secreta tenga que prestar atención especial. No quiero decir que cada uno de nosotros tenga una serie de recuerdos implantados en sesiones terapéuticas especiales por psiquiatras nombrados por el Estado, sino más bien que pequeños números de personas tendrán tanto control sobre las noticias, libros de historia e imágenes profundamente conmovedoras que propiciarán cambios importantes en las actitudes colectivas.  


Vimos un pálido eco de lo que se puede hacer ahora en 1990-1991, cuando Saddam Hussein, el autócrata de Iraq, efectuó una transición súbita en la conciencia americana y pasó de ser un oscuro casi aliado - al que se entregaban mercancías, alta tecnología, armas, e incluso datos de satélites de investigación - a ser un monstruo esclavizador que amenazaba al mundo. Personalmente no siento ninguna admiración por el señor Hussein, pero es asombroso lo de prisa que pudo pasar de ser alguien de quien prácticamente ningún americano había oído hablar a encarnar todos los males. En estos momentos, el aparato encargado de generar indignación está ocupado en otras cosas. ¿Hasta qué punto podemos confiar en que el poder de dirigir y determinar la opinión pública resida siempre en manos responsables?      


El Mundo y sus Demonios, p. 446 - 447


      

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