De vez en cuando, retrospectivamente, destaca alguien. En mi lista particular, el revolucionario americano Thomas Paine, inglés de nacimiento, es uno de ellos. Estaba muy por delante de su tiempo. Se opuso con coraje a la monarquía, la aristocracia, el racismo, la esclavitud, la superstición y el sexismo cuando todo eso constituía la sabiduría convencional.
Sus críticas de la religión convencional eran implacables. Escribió en La edad de la razón. «Cuando leemos las obscenas historias, las voluptuosas perversiones, las ejecuciones crueles y tortuosas, el carácter vengativo e implacable que rezuma la mitad de la Biblia, sería más coherente llamarlo el mundo de un demonio que el mundo de Dios... Ha servido para corromper y brutalizar a la humanidad.» Al mismo tiempo, el libro mostraba la reverencia más profunda por un Creador del universo cuya existencia Paine argüía que era evidente al echar una mirada al mundo natural. Pero, para la mayoría de sus contemporáneos, parecía imposible condenar gran parte de la Biblia y a la vez abrazar a Dios. Los teólogos cristianos llegaron a la conclusión de que era un borracho, un loco o un corrupto. El estudioso judío David Levi prohibió a sus correligionarios tocar siquiera, y menos todavía leer, el libro. Paine se vio sometido a tal sufrimiento por sus puntos de vista (incluyendo su encarcelamiento después de la Revolución francesa por ser demasiado coherente en su oposición a la tiranía) que se convirtió en un viejo amargado.
Paine fue el autor del panfleto revolucionario Sentido común. Publicado el 10 de enero de 1776, vendió más de medio millón de ejemplares en pocos meses y despertó a muchos americanos a la causa de la independencia. Fue autor de los tres libros más vendidos del siglo XVIII. Generaciones posteriores le injuriaron por sus puntos de vista sociales y religiosos. Theodore Roosevelt le llamó «pequeño y sucio ateo», a pesar de su profunda creencia en Dios. Probablemente es el revolucionario americano más ilustre que no cuenta con un monumento en Washington, D.C.
Extracto de "El Mundo y su Demonios", Sagan, 1997. p. 286-287.
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