Se aprobó una ley que elevaba el requisito de residencia para conseguir la ciudadanía de cinco a catorce años. (Los ciudadanos de origen francés e irlandés solían votar por la oposición, el partido republicano democrático de Thomas Jefferson.) La ley de extranjería otorgaba el poder al presidente John Adams de deportar a todo extranjero que despertara sus sospechas. Poner nervioso al presidente, decía un miembro del Congreso, «es el nuevo delito». Jefferson creía que la ley de extranjería se había promulgado particularmente para expulsar al historiador y filósofo francés C. F. Volney, a Pierre Samuel du Pont de Nemours, patriarca de la famosa familia de químicos, y al científico británico Joseph Priestley, descubridor del oxígeno y antecesor intelectual de James Clerk Maxwell. Desde el punto de vista de Jefferson, ésas eran exactamente las personas que necesitaba América.
Un pasaje típico del libro Ruinas de 1791 de Volney:
«Uno disputa, discute, lucha por algo que es incierto, por algo de lo que duda. ¡Oh, hombres! ¿No es esto una locura?... Debemos trazar una línea de distinción entre los que son capaces de verificación y los que no lo son, y separar con una barrera inviolable el mundo de los seres fantásticos del mundo de las realidades; es decir, debe eliminarse todo efecto civil de las opiniones teológicas y religiosas.»
La Ley de Sedición convirtió en ilegal la publicación de críticas «falsas o maliciosas» del gobierno o el fomento de la oposición a alguno de sus actos. Se efectuó media docena de arrestos, se condenó a diez personas y se censuró o redujo al silencio a muchas más por intimidación. La ley, según Jefferson, pretendía «acallar cualquier tipo de oposición política convirtiendo en delito la crítica de los funcionarios o policías federalistas».
Jefferson, en cuanto fue elegido, durante la primera semana de su presidencia en 1801, perdonó a todas las víctimas de la ley de sedición porque, dijo, su espíritu era tan contrario a la libertad americana como si el Congreso nos ordenara arrodillarnos para adorar a un becerro de oro. En 1802, en los libros no quedaba ni rastro de las leyes de extranjería y sedición.
A dos siglos de distancia, es difícil captar el encrespamiento de ánimo que convirtió a los franceses y los «salvajes irlandeses» en una amenaza tan grave como para hacernos pensar en renunciar a nuestras más preciadas libertades. Reconocer el mérito de los logros culturales franceses e irlandeses, defender la igualdad de derechos para ellos se despreciaba en los círculos conservadores como sentimentalismo, una corrección política poco realista. Pero así es como funciona siempre. Siempre nos parece una aberración más tarde. Pero entonces ya estamos en las garras del siguiente brote de histeria.
Los que persiguen el poder a cualquier precio detectan una debilidad social, un temor que pueden aprovechar para llegar al cargo. Puede tratarse de diferencias étnicas, como era entonces el caso, quizá de diferentes cantidades de melanina en la piel; de filosofías o religiones diferentes; o quizá sea el uso de drogas, los delitos violentos, la crisis económica, las oraciones en la escuela o la «profanación» de la bandera.
Sea cual sea el problema, la solución más rápida es reducir un poco de libertad de la Declaración de Derechos. Sí, en 1942, los nipoamericanos estaban protegidos por la Declaración de Derechos, pero los encerramos de todas maneras... Al fin y al cabo había una guerra. Sí, hay prohibiciones constitucionales contra la busca y captura irracional, pero se ha declarado la guerra contra las drogas y el delito violento aumenta sin control. Sí, tenemos libertad de expresión, pero no queremos que vengan autores extranjeros a escupirnos ideologías ajenas, ¿verdad que no? Los pretextos cambian de año en año, pero el resultado sigue siendo el mismo: concentrar más poder en menos manos y suprimir la diversidad de opinión... aunque la experiencia ha dejado claros los peligros de seguir este curso de acción.
El Mundo y sus Demonios, p. 437 - 439.
Nota aclaratoria del libro: Escrito con Ann Druyan. Los dos capítulos siguientes incluyen más contenido político que cualquier otra parte del libro. No deseo sugerir que la defensa de la ciencia y el escepticismo conduzcan necesariamente a todas las conclusiones políticas y sociales que yo extraigo. Aunque el pensamiento escéptico es de un valor incalculable en política, la política no es una ciencia.
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